El siglo de la soledad. Competencia despiadada

Por: 

Noreena Hertz (*)

El estilo de vida, la naturaleza cambiante del trabajo y de las relaciones personal, el modo de construir las ciudades y diseñar las oficinas, la manera en que nos tratamos unos a otros y en que el gobierno nos trata a nosotros, la adicción a los teléfonos móviles e incluso la forma de amar al prójimo… todos estos factores contribuyen a que nos sintamos cada vez más solos. Pero para comprender por qué hemos llegado a esta situación de aislamiento, incomunicación y desamparo debemos retroceder un poco en el tiempo, pues los fundamentos ideológicos de la actual crisis de soledad son anteriores a la tecnología digital, a la fiebre urbanística, a los profundos cambios habidos en el ámbito laboral y a la crisis económica de 2008, así como, por supuesto, a la pandemia del coronavirus.

Los orígenes de todo esto se remontan a la década de 1980, momento en el que arraigó una forma de capitalismo especialmente cruel -el neoliberalismo-, una ideología que hacía especial hincapié en la libertad: “libre” elección, mercados “libres”, “libertad” con respecto a los Gobierno o los sindicatos. Una libertad que idealizaba la autonomía y preconizaba la no intervención del Estado y la competitividad a ultranza, situando el interés personal por encima del bien común. Liderado en un principio por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y adoptado posteriormente por los adalides de la “tercera vía”- en especial Tony Blair, Bill Clinton y Gerhard Schoröder-, aquel proyecto político ha condicionado las prácticas comerciales y gubernamentales de todo el mundo durante las últimas décadas.

Si ha desempeñado un papel fundamental en la actual crisis de soledad es, en primer lugar, porque provocó una enorme desigualdad, entre ricos y pobres en numerosos países.

En segundo lugar, porque el neoliberalismo ha dado siempre prioridad a las grandes empresas y al capital financiero, permitiendo que los mercados y los accionistas modifiquen a su antojo las reglas del juego y las condiciones laborales, aunque para ello los trabajadores y a sociedad en general tenga que pagar un precio demasiado alto. A principios de esta década, la mayor parte de la población mundial consideraba que el capitalismo, en su forma actual, es realmente pernicioso. En Alemania, el Reino Unido, Estados Unidos y Canadá, casi la mitad de la población era de ese parecer, y muchos pensaban que el Estado estaba siendo sometido a la economía que no se guardaba las espaldas ni velaba por sus intereses.

En tercer lugar, porque esa doctrina ha alterado profundamente las relaciones no solo económicas, sino también personales. El capitalismo neoliberal no fue nunca una simple política económica, como dejó en claro Margaret Thatcher cuando en 1981 declaro al Sunday Times: “La economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma y el corazón. Y en muchos sentidos el neoliberalismo ha alcanzado ese objetivo, ya que transformó por completo la forma de vernos a nosotros mismos y las obligaciones que teníamos para con los demás, valorizando cualidades tales como ha hipercompetitividad y la búsqueda del interés personal, sin tener en cuenta las consecuencias.

No es que los seres humanos seamos en esencia egoístas; las investigaciones sobre biología evolutiva han demostrado que no lo somos. Pero, cuando los políticos defendieron activamente el egoísmo y la competencia despiadada, y, cuando la “codicia es buena” (la famosa máxima de Gordon Gekko en Wall Street 1987) se convirtió en el grito de guerra del neoliberalismo, entonces la solidaridad, la nobleza y la generosidad no solo perdieron su valor, sino que pasaron a ser consideradas como cualidades irrelevantes. El neoliberalismo nos redujo a la condición de homo economicus, es decir, a seres racionales que lo único que buscas es el interés propio.

El neoliberalismo nos ha hecho vernos a nosotros mismo como competidores y no como colaboradores, como consumidores y no como ciudadanos, como acaparadores y no como partícipes, como granujas y no como ayudantes; personas que no solo están demasiado ocupadas para ayudar a sus vecinos, sino que ni siquiera saben cómo se llaman. Y nosotros, en cuanto colectividad, permitimos que todo esto suceda. En cierto modo se trataba de una respuesta lógica, pues, en el capitalismo neoliberal, si “yo” no me preocupo de “mí”, ¿Quién se va a preocupar? ¿El mercado? ¿El Estado? ¿Nuestro jefe? ¿Nuestro vecino? Parece poco probable. Lo malo es que una sociedad basada en el egoísmo, en la que las personas consideran que tienen que cuidar de si mismas porque nadie cuidará de ellas, es forzosamente una sociedad solitaria.

Si queremos permanecer unidos en un mundo que se está disgregando, tendremos que devolver al capitalismo cualidades como la compasión, la búsqueda del bien común y la solidaridad, haciéndolas extensibles a quienes son diferentes de nosotros. Ese es el verdadero objetivo: volver a identificarnos no solo con aquellos que son parecidos a nosotros, sino también con la gran comunidad de la que en definitiva formamos parte. Después de la COVID-19, este objetivo es más necesario que nunca y también más posible.

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(*) Este artículo es parte del libro “El siglo de la soledad” de Noreena Hertz. Es MBA por la Wharton School de la Universidad de Pensilvania y un doctorado por la Universidad de Cambridge; actualmente es profesora en el University College de Londres, donde ostenta una cátedra honoraria. Es una reconocida líder intelectual, académica y presentadora, nombrada por The Observer como «una de las pensadoras más relevantes del mundo». Sus artículos de opinión han aparecido en The New York Times, The Washington Post, The Wall Street Journal, The Guardian y Financial Times. Presentadora de su propio programa en SiriusXM, ha sido conferenciante en TED, en el Foro Económico Mundial en Davos y en Google Zeitgeist