Los límites de la movilización y la necesidad de la política

De la matanza en Bagua el 5 de junio a la Jornada Nacional de Protesta del 7, 8 y 9 de julio, podemos decir que se cierra un ciclo de movilización social que ha atravesado buena parte del territorio nacional. Las lecturas de estos hechos han sido, sin embargo, radicalmente diferentes. Para el oficialismo, los voceros de derecha y la mayoría de los medios que controla (¡buena parte de ellos concesiones públicas como la radio y la tv de señal abierta!) todo es obra de conspiradores internacionales y agitadores pagados por los mismos. La incapacidad para ver el fracaso de su modelo neoliberal es absoluta y ello ciertamente dificulta las posibilidades de entendimiento.
Los voceros de la protesta, si se pueden llamar tales por su todavía importante desarticulación, tienen la enorme ventaja de expresar un discurso que tiene que ver directamente con la realidad que viven día a día. Pero, a diferencia de los anteriores, su movilización todavía es más influencia en una opinión pública formada por otros que poder político efectivo que pueda producir nuevos escenarios para transformaciones indispensables. Por ello, decimos que estas movilizaciones sociales por si solas no producirán una nueva situación política.   
 La ventaja entonces la tiene todavía el gobierno, que es el único que cuenta con un poder efectivo que pueda convertirse directamente en acciones políticas como son las de perseguir dirigentes, mecer con iniciativas falsas de diálogo y continuar sin pausa con privatizaciones y concesiones. Ciertamente, este poder ha disminuido luego de Bagua y las movilizaciones siguientes pero ello no quiere decir que sea inexistente y que no pueda, esto es lo más grave, ser usado de manera excluyente y represiva. Las versiones sobre un “gabinete de choque” cuyo objetivo sería restaurar la ley y el orden a cualquier precio, son, en este sentido, preocupantes.
Hay necesidad por ello de transformar la influencia que tienen hoy las movilizaciones en un poder, también efectivo, que tome la iniciativa política opositora con una plataforma de exigencias mínimas para enfrentar los problemas que motivan las protestas (ver Editorial No. 16 “Los conspiradores: la última defensa del modelo”). Esto no quiere decir que los movimientos sociales vayan a convertirse en partidos de la noche a la mañana. Sino que deben aparecer o reaparecer liderazgos que asuman las banderas de la protesta y aprovechen la extraordinaria oportunidad de la respuesta popular para configurar, ellos sí, una escena política distinta. Se llamen Humala, Arana, Huamán o algún otro con vocación de poder; siempre van a ser satanizados por el monopolio mediático de la derecha, pero ello no es lo más importante, lo que cuenta es que se atrevan a plantear un liderazgo alternativo en el Perú.
Las últimas semanas, llenas de abusos verbales desde Palacio de Gobierno contra la los peruanos que no pensamos como el gobierno de turno, demuestran que para estabilizar la situación y permitir que ella discurra con relativo orden hasta el 2011 hay necesidad de que el gobierno haga algún caso al clamor ciudadano y se interese por verdaderos consensos con “los otros” que no le gustan. Pero si esto no fuera posible, que esta oposición sirviera para ponerle coto a los excesos del oficialismo y evitar así el descalabro al que nos están llevando García y sus amigos, señalando un camino distinto para nuestro futuro inmediato.

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